martes, 24 de agosto de 2010

EL TERROR DE LA PAGINA EN BLANCO


Muchos habrán tenido la atroz experiencia de la “página en blanco”. Ese momento en el que quieren empezar a escribir y la nada misma se apodera de su mente. Parece que las ideas se detienen, que se agolpan palabras inconexas que no consiguen acomodar. Tal vez les pase que logran vencer el vacío, caen en el papel algunas letras, pero ninguna les convence. Unas les parecen sosas, muchas les provocan náuseas, algunas los aburren, otras les resultan tontas. Y así se llena el basurero. Y el blanco sigue indemne.
Aunque saben que tienen cosas que decir y necesitan volcarlas, hay algo que los frena y no saben qué es.
Hagan silencio y escuchen. ¿No sienten una voz infame, que viene de su propio interior, que los injuria y amordaza sus palabras?
Esa es la voz del “CENSOR”. Áspera, seca, fría. Parece estar siempre al acecho. Se despierta con el sólo roce de sus pensamientos. No tienen más que tocar el papel con la punta de un lápiz para que empiece con sus desprecios. No pueden dejar de escucharla. Y, entonces, aquello que podría convertirse en hermosos dibujos de letras, el censor lo transforma en manchones sobre el papel.
¿Ustedes se preguntarán cómo aniquilarlo?
Yo les respondo que tamaña operación no es ni necesaria, ni conveniente. Porque nuestro censor no sólo no es el enemigo, sino que puede convertirse en aliado.
Se trata simplemente de un ser inoportuno. Y, como tal, además de aparecerse sin invitación y en momentos inapropiados, irrumpe con pésimos modales. Es como un animal salvaje a quien hay que domesticar.
Van a comprobar, entonces, que, vista desde esta perspectiva, la bestia pasa a ser una tonta caricatura y nosotros su domador.
Entonces ¿qué hacer?
En primer lugar recomiendo colorear el ambiente con la música que más les guste. Recuerden que la música amansa a las fieras.
Es esencial aquietar el cuerpo en una silla cómoda, frente al escritorio. Y, sin pedir permiso a nadie, ponerse a escribir como jugando con la propia voz sobre el papel.
Al primer gruñido del CENSOR, le respondemos decididos con un “¡SIT!”, ordenándole que espere. Tiene que sentirnos contundente. Le damos unas palmaditas en la cabeza. Y continuamos con el boceto.
Recién cuando pusimos el punto final a nuestro texto, le damos luz verde al pichicho. Pero ya no lo dejamos que se descargue torpemente o con furia sobre el papel, al punto de devorarse todo lo que encuentre por el camino. ¡No! Con firmeza, pero amablemente le pedimos que recorte lo que sobra, que agregue lo que falta, que ordene confusiones y lime asperezas.
El CENSOR, si se ubica, se convierte en nuestro socio. Nosotros escribimos. Él corrige.

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